Sobre El coloso en llamas y las trampas de la memoria

Para los de mi quinta que en la tele pusieran El coloso en llamas (sí, el título original es The Towering Inferno, pero para mí esta película siempre será El coloso en llamas) era un pequeño acontecimiento. Bueno, quizá exagero y hago categoría de anécdota. Entre mis compañeros de colegio sí que era un acontecimiento; un continúo "¿Has visto que en la Tele Indiscreta el sábado echan El coloso en llamas?" (sí, tengo unos años ya y si tú has pillado la referencia, también). Y en mi casa, con una madre muy de los ojos de Paul Newman era deber sagrado sentarse en televisor y zamparse las dos horas y media de ricos ardiendo.


No recuerdo cuándo la vi por primera vez. No sé si fue ese sábado por la noche en televisión o porque mis padres la alquilaron en algún videoclub. Lo que sí recuerdo es que me causó una honda impresión, me gustó muchísimo y después de ver lo putas que lo pasaba Steve McQueen, jamás quise ser bombero.

El pasar de los años y las películas diluye el impacto, pero siempre he recordado de forma muy clara dos momentos que más me impactaron de pequeño y que supongo que de una forma u otra han influido en mi relación sentimental con el cine, la literatura y el arte popular y comercial en general.

El primero es el momento en el que los personajes de Robert Vaugh y Susan Flennery, tras agotar todas las posibilidades y haciéndose conscientes de que no podrán salir de la habitación y acabaran muriendo abrasados, se lanzan al vacío juntos. Mejor el golpe que las llamas.


El otro es al final de la película; el paseo de Fred Astaire entre los cuerpos rescatados y el terrible segundo en el que reconoce el cadáver de Jennifer Jones por los zapatos que lleva.


Son dos parejas encantadoras.

Sí que recuerdas más cosas. El fuego, la escena de los críos y la barandilla, etcétera. Pero esos dos momentos, vete a saber por qué, se quedaron grabados en mi memoria y siempre que pienso en El coloso en llamas son los primeros que me vienen a la mente.

Hace unos días vi de nuevo la película. Era tarde, la niña dormía, al día siguiente tenía que trabajar, pero me la vi de un tirón. Y me llamó la atención dos cosas.

Una, lo bien que aguanta la película. Sigue siendo cine espectáculo de primer orden; la Capilla Sixtina del cine catastrofista de los setenta. Todo funciona a la perfección. Los actores defienden bien sus esquemáticos personajes, el malo es malísimo e idiota, los buenos, más majos que las pesetas. Las escenas de acción, estupendas. El color es precioso (¡qué rojos!) y las llamas son espectaculares. Incluso los momentos que vistos ahora caen en la autoparodia inconsciente son fantásticos. Se disfruta enormemente y cumple con cada uno de sus propósitos.






La decoración, el vestuario, los mármoles, la barra del piso 135, las oficinas... todo cuidado al detalle y luce precioso. Es normal que después de esta película, el género de catástrofes entrara en crisis. Nada podía superar a La Torre.

Dos. Ninguno de los dos momentos que tanto me impactaron cuando era pequeño sale en la película.  Ni Robert Vaugh y Susan Flennery saltan por la ventana ni Fred Astaire se topa con el cuerpo de Jennifer Jones.

Ante mi asombro las dos escenas que para mí estaban íntimamente ligadas a El coloso en llamas no existían. Y hasta hace quince días hubiera puesto las manos en el fuego, nunca mejor dicho, por su existencia. Vete a saber el motivo y por qué cree dos momentos que desde ese momento definieron la cinta.

¿Por qué imaginé el salto de los amantes y los zapatos blancos de Jennifer Jones bajo una manta? ¿En qué momento algo que no existe ha pasado a formar parte de mi memoria cinéfila (no me gusta la palabra)? ¿De dónde surge? Supongo que el primero debió venir alguna otra película de incendios que de chico vi con mis padres (en el vídeo club al que íbamos hubo una pequeña fiebre de llamas descontroladas) y quizá en una de esas (¿una que iba de una fábrica téxtil?) una pareja saltaba. O no, solo saltaban dos amigas. O solo una. No sé.

Los zapatos blancos vete a saber.





Si estos dos recuerdos que daba por seguros son falsos, ¿qué otras imágenes que guardo de cuando era chico y me empapaba de cine clásico son falsas? ¿Qué otros momentos no existen de verdad?
¿Sobre qué otras imágenes falsas me he formado como cinéfilo (odio la palabra)?

No son preguntas que me preocupen mucho ni me quiten el sueño; el salto y los zapatos seguirán conmigo para siempre, y es bonito ver como nuestro amor por el cine se construye no solo por lo que hemos visto y lo que no hemos visto o el momento en el que hemos o no visto alguna cosa, si no por todo lo imaginado ya sea consciente, el Stalingrado de Sergio Leone o a Gracita Morales trabajando con John Waters, como inconsciente. Falsos recuerdos y falsa memoria que también forman parte del cine.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lo más destacado, que no necesariamente lo mejor, de 2022

La noche del terror ciego, Amando de Ossorio, 1972

Licorice pizza, Paul Thomas Anderson, 2021