La noche del terror ciego, Amando de Ossorio, 1972

A Amando de Ossorio se le ama. 
Como a Paul Naschy, Carlos Aured, León Klimovsky, Jesús Franco, Eugenio Martín, Jorge Grau y etcéteras. Si sus películas te gustan más o menos o te aburren más o menos es otro tema. A estos directores que en la España de los sesenta y setenta se empecinaron a duras penas, presupuestos ajustados y mil carencias a hacer cine de género, sea thriller o terror, se les ama. Y si no lo haces, no podemos ser amigos. Como se ama a Lone Fleming, Helga Liné, María Elena Arpón, Cristina Galbó (a ella por encima de todas las cosas), Nadiuska, Esperanza Roy y miles de etcéteras. Diosas veneradas por aficionados al terror de los setenta y los zooms hispanos.

La noche del terror ciego es una película que amo. Imagino que ya sabéis de qué va. Templarios ciegos, maldiciones que se arrastran por los siglos y gente en el peor sitio posible a la espera de su despiece.

Me gusta todo de ella. Todo. Y en esto incluyo la torpeza de sus primeros minutos, los diálogos imposibles, los personajes acartonados... todo. La unión de todo eso junto con la atmósfera, la absoluta genialidad que es la figura del templario oriental ciego, la atmósfera de sus escenas, el repicar de la campanas, la estética y el color. Y esa unión tan de la época y tan obligada por coproducciones y posibles ventas en el extranjero de erotismo, sadismo, violencia explícita. Escasez de medios, rodajes rápidos. Y algo alquímico que hace que pese a todo, escenas como la de la fabrica de maniquíes sean piezas maestras del género. Y me da igual si la mano parece la de un muñeco o el montaje está hecho a hachazos. Estas películas son otra cosa. 












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