Todos somos necesarios, J. A. Nieves Conde, 1956


Nieves Conde es uno de los mejores directores que ha dado el cine español y uno de los más ninguneados y olvidados. Tiene dos películas por las que muchos directores darían toda su filmografía; Surcos, una historia muy influenciada por el neorrealismo italiano, pero sin la piedad hacia los personaje de éste y que es una pieza hermosísima, y Los peces rojos, una de las cumbres del género negro español.

Todos somos necesarios es una historia sobre la redención y la dignidad. Tres ex presidiarios suben a un tren y allí se encuentran con un microcosmos de la sociedad española del momento; desde grandes empresarios hasta emigrantes en busca de nuevas oportunidades. Los recelos y los prejuicios harán que la pequeña esperanza de integración se desvanezca. Hasta que pasa algo, claro.


Todos somos necesarios es la típica película que la ves por cómo está hecha. Si de algo sabía Nieves Conde es de cine y el alto nivel de esta película se debe a una buena planificación (los primeros diez minutos de la película son excelentes) y a saber cómo se construye un plano y qué información tiene que dar. La película pasa de forma casi integra en un tren (y se rodó en un tren de verdad, no en estudio ni decorado) y Nieves Conde aprovecha cada rincón para conseguir una historia dinámica, ágil y llena de hallazgos visuales.


A nivel de historia, una vez entran en el tren interesa algo menos (el recurso del niño enfermo ya estaba algo manido en 1956), pero es lo que menos importa. La atención hacia los tres ex reclusos que siguen oliendo a cárcel, la manipulable que es la masa que alza o condena a capricho, la crítica hacia la corrupción de las clases altas (leve, pero está en ese padre más preocupado por el consejo de administración o por quedarse a solas con su secretaría que por su hijo enfermo) y un profundo pesimismo en el retrato de una sociedad que no funciona y que a la mínima libera su ponzoña (la forma que tiene de utilizar a los pasajeros anónimos como coro es maravillosa). De este retrato oscuro solo se salvan dos de los pasajeros, el policía y el cura, pero, claro, son los años que son y la España que era.

En el reparto destacan Alberto Closas (pocos presidiarios con ese estilo), Folco Lully y una amplia gama de los mejores secundarios del cine español que puntúan la película a base de oficio.

El resultado final, a pesar de su aire sentimental a lo Frank Capra, es de una profunda tristeza. Los reclusos seguirán siéndolo y aunque hay breves destellos de esperanza o de amor, la sociedad seguirá dándoles la espalda. La aprobación de la sociedad no importa, si no recuperar la dignidad personal y perdonarse a uno mismo.


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