Blood rage, John Grissmer, 1987


La película empieza en un autocine. Un niño mata a una pareja que estaba dándole que te pego y culpa a su hermano gemelo. Pasan unos años, el gemelo inocente escapa del sanatorio y gemelo culpable empieza otra vez a lo suyo aprovechando que todo el mundo culpará al pringado.


La película es bruta, sucia, desagradable, grosera. Es fascinantemente feísta.


Con un humor cafre, con generosas dosis de gore desatado, escenas alargadas hasta la nausea o metidas con calzador por algún extraño motivo, personajes sin mucho sentido, espantosas interpretaciones y giros bruscos para tratar de sorprender al espectador y que hacen que todo se vuelva absurdo.


Todo esto lo digo en el buen sentido de cada una de las palabras.
Blood rage es una de esas películas que se disfrutan con el estómago, con la pasión del cine puro de escapismo desatado y de la serie B de relleno de vídeo club cuyo visionado es una fiesta por lo absurdo y exagerado de su propuesta.


Y mientras la veía no dejaba de pensar que qué lastima que la estuviera viendo solo porque es una de esas películas que se disfrutan el doble cuando la ves con un amigo entre comentarios, carcajadas y estupefacción ante una escena donde Louise Lesser habla con un operador telefónico durante minutos.


Vamos, una prima cercana de Mil gritos tiene la noche. Quien la hay visto puede imaginarse de qué va Blood rage y el tipo de tono narrativo y estético que tiene. La verdad es que es uno de los slasher que más me han divertido por su desfachatez absoluta y su apuesta por cuanto más bruto, mejor. Y por saltarse cualquier convención de estructura o lógica narrativa.

Pura diversión, vamos.


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