Nada, Edgard Neville, 1947


La película que nos ha llegado no tiene nada que ver con la ideada por Edgar Neville y por su protagonista y guionista Conchita Montes. Se cortó la película y se perdieron los exteriores y la luz que alivia la opresión de Andrea, se quitaron las calles, la gente y las reuniones de masas que tan afines eran a Neville. ¿Y qué nos ha llegado?

Una película extraña, interesante y muy diferente de la que se hacía en aquellos años de posguerras donde el cine histórico de cartón piedra y el mal llamado cine folclórico dominaban las salas; una película realista, oscura, depresiva, triste...

No en vano Edgar Neville adapta la novela con la que Carmen Laforet sacudió la mortecina y deprimente escena literaria española de la posguerra, con permiso del Pascual Duarte de Cela. Una joven llamada Andrea llega a Barcelona y se instala en un piso de la calle Aribau junto con unos parientes que viven en un microuniverso lleno de rencores y odios y donde las heridas que ha dejado la guerra civil supuran e hieden. Allí será testigo de la misera moral y física, el ambiente opresivo y claustrofóbico, gris, sucio, de bajeza moral que se respiraba y vivía en los años cuarenta.

La novela es un prodigio, un milagro.

Me obsesionan tres rasgos. Uno es la descripciones de la época; todo lo que ya he apuntado antes. Toda esa grisura claustrofóbica de la posguerra.

Dos, el retrato psicológico de Andrea, complejísimo personaje lleno de capas y matices (y, por añadidura, la galería de personajes femeninos).

Tres, uno de los más inteligentes, arriesgados y conseguidos usos del puntos de vista que he leído; la historia nos la narra Andrea y cargamos con sus manías, prejuicios, equivocaciones, juicios, rectificaciones.

La parte argumental me interesa menos, pero es que el melodrama es el género que más se me atraganta.

Lo mismo me ocurre con la película. El argumento más puramente melodramático no me interesa, e intuyo que es lo que dejaron Cifesa y la censura tras los cortes (se habla de más de treinta minutos). Me interesa mucho más todo el aparato visual, la casa rebosante de cosas, los juegos de sombras y luces, y, sobre todo, esos techos tan bajos que caen amenazadores sobre los personajes y los oprimen y agobian.


Y el genio visual de Neville se escapa a la mutilación de la película y aparece en momentos realmente brillantes. El uso de la luz en todas las escenas de la escalera (con una influencia clara del cine de Orson Welles) o el viaje que hace Andrea al barrio chino de Barcelona persiguiendo a su tio Juan (y que también es uno de los mejores momentos de la novela).


Aquí el Neville de La torre de los siete jorobados estalla y la película adquiere un aire onírico y burlón. Ese cabaret escondido en un colmado con una bailarina exótica llena de patetismo es sencillamente brillante.


Nada es una película frustrante porque se intuye lo que podría haber sido con esos treinta minutos que le faltan. Los personajes pierden riqueza psicológica y algunas de la tramas se diluyen en elipsis forzadas. Pero imagino que en en año 1947, en pleno y dura posguerra, una película tan oscura y deprimente debía incomodar (Ccmo casi siempre cuando nos referimos a la interesantísima figura de Edgar Neville). Por fallida que nos pueda parecer por momentos la película, solo cabe aplaudir la intención de hacer en aquellos años otro tipo de cine, más moderno, conectado con lo que se hacía en Europa y Estados Unidos. Y que fue tónica del cine de Edgar Neville, ya sea en la comedia sofisticada como La vida en un hilo o en su búsqueda de nuevos lenguajes para el drama castizo como en El crimen de la calle bordadores.

Para mí la figura y el cine, teatro y narrativa de Edgar Neville siempre es un lugar al que volver pese, o por, sus contradicciones tanto en lo vital como lo artístico.

PS. Atención a la aparición como fantasmal criada de la gran actriz Julia Caba Alba, ejemplo perfecto de esa profesión conocida como "como te descuides te robo la escena".

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